agosto 15, 2023

La Declaración de los Derechos Humanos y la necesidad de un Universal rico en todos los particulares

Esteban González Jiménez

Este artículo forma parte de nuestra serie dedicada al 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Consulte el resto de la serie aquí.


75 años de historia y de luchas de los movimientos sociales y defensores de derechos humanos en el mundo entero, nos enseñan hoy en día que la eficacia material y simbólica de la Declaración Universal de los Derechos Humanos depende esencialmente de su perfectibilidad, aceptación y adaptación a las fuerzas sociales vivas y en lucha de los cinco continentes. Uno de los mayores desafíos que en este sentido enfrenta la Declaración, consiste en responder a la manera en que un instrumento construido a través de la hegemonía discursiva de Occidente y a partir de las particularidades de una historia predominantemente euroatlántica, puede aproximarse a las luchas y los procesos de movimientos y grupos sociales en todos los rincones del mundo. Cuando hablamos de este desafío, no hablamos de otra cosa que, de una necesaria descolonización de la declaración, de su contenido discursivo, sus usos y sus interpretaciones. Este ejercicio de descolonización, es indispensable para pensar una declaración que se acerque a las periferias del mundo, y a la experiencia de los pueblos en lucha.

Concebida como un instrumento eficaz de Derecho Internacional para la salvaguarda de la dignidad de la persona humana, la Declaración respondió, en momento de su creación, a un contexto atravesado por dos situaciones fundamentales: la segunda posguerra y la realidad colonial. Estas dos situaciones determinaron a su vez las características de una declaración que, a la vez que se inspiraba en los valores de las secuencias de las revoluciones burguesas en Europa, y miraba de frente los efectos devastadores de la guerra en el viejo continente;  daba la espalda, no solo a la experiencia de explotación y despojo que padecían los territorios sometidos al dominio de los grandes Imperios coloniales, sino también a formas de vida “alter-modernas”, condenadas a través de los discursos jurídicos y económicos de occidente, incluida la Declaración, a devenir “modernas”, es decir,  a imagen y semejanza de una Europa “civilizada”. 

En este contexto, la Declaración nace en 1948 siendo heredera de una contradicción inevitable. La Europa que se horrorizaba con los campos de trabajo forzado y exterminio de la Alemania Nazi, miraba al mismo tiempo con condescendencia la tiranía de los regímenes coloniales y las violentas acciones militares y policivas de Francia e Inglaterra en los territorios ocupados, a fin de conservar su control político y económico. Como lo denunciaba Frantz Fanon en su vehemente reproche a la hipocresía liberal de la Europa de Posguerra, Europa “habla sin parar del hombre al mismo tiempo que lo masacra en todos los lugares en que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Esta Europa que nunca deja de hablar del hombre, de proclamar que su única preocupación era el hombre, todos sabemos hoy en día con qué sufrimientos la humanidad ha pagado cada una de las victorias de su espíritu”[1].

Sin tener en cuenta el hecho de que la mayor parte de África, Asia Central y Asia pacífica no hacían parte de la ONU, ni de la mayor parte de instrumentos de cooperación internacional hacia 1948, y que la declaración misma anunciaba el reconocimiento y la aplicación de los derechos humanos “entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”, los diferentes componentes jurídicos, filosóficos y políticos de la Declaración eran tributarios de una construcción histórica y discursiva de los derechos humanos esencialmente Europea y herederos de un universal construido a través de la fragmentación de la totalidad y la generalización de una de sus partes.

El sujeto de derechos, por ejemplo, entendido por el discurso jurídico de occidente como un centro de imputación de derechos y responsabilidades, y por la Declaración Universal de Derechos Humanos en los términos de “seres libres e iguales, dotados de razón y de conciencia”, evidencia la manera en que los conceptos que fabrican la declaración y otros instrumentos de derecho internacional, se encuentran en el origen de una limitación onto-epistemológica que, tanto desde el punto de vista de su enunciación como de su materialización, convierte sus pretensiones universalistas en múltiples formas de violencia contra la diversidad del mundo.

El punto de vista individualista y liberal a partir del cual se enunciaban conceptos esenciales como la dignidad y los derechos humanos, afirmaba la universalidad de una visión iusnaturalista, que a la vez que reconoce los derechos como innatos, inherentes a la naturaleza humana (entendida esta en un estricto sentido dualista, racionalista y moderno), desconoce la dimensión sociológica de los procesos y las luchas históricas de los pueblos que, a través de la historia y en todas partes del mundo se han batido por sus propias comprensiones de la dignidad y el buen vivir, en sentidos tan diversos como divergentes del universal vertical de la declaración.

Es en atención a estos argumentos, y a muchos otros que no evocaremos ahora, que afirmamos que la Declaración, tal cual fue concebida y tal cual es interpretada y materializada en diversas geografías del planeta, tiene una tendencia natural a “alejarse” de las periferias del mundo y de las formas de vida “alter-modernas”. En este sentido, y a fin de hacer de la declaración un instrumento eficaz y útil a las reivindicaciones de movimientos sociales en el mundo entero, es necesario reflexionar sobre la pregunta ¿Como aproximar la declaración a las realidades de las periferias del mundo?

Si bien no existe una única respuesta a esta pregunta, es indudable que la inclusión de otras claves epistémicas y de otras realidades ontológicas en la interpretación de la Declaración, se convierte en una acción ineludible. Para ello, es necesario aprender de las formas de vida y los procesos históricos y políticos que determinan las luchas emancipatorias de las “periferias del mundo”. La comprensión de formas de vida “otras” así como de las luchas por su supervivencia, permitirán no solamente la inclusión de puntos de vista, sino también de realidades interpretativas, conjuntos discursivos, prácticas militantes, etc. En definitiva, es necesario participar activa y militantemente en una política del sentido a partir de la cual los significados y los usos de la declaración pueden materializarse en herramientas eficaces al servicio de los movimientos sociales.

En esta política del sentido, es necesario entonces aproximarse a los puntos de vista onto-epistemológicos de las comunidades marginadas de la globalización y el derecho internacional, a fin de privilegiar sus interpretaciones respecto a lo que constituye el núcleo fundamental de los derechos humanos: la dignidad humana y el derecho a una vida digna. Para aproximarse a estos puntos de vista, requerimos abandonar la posición universalista de una interpretación vertical de la dignidad y los derechos humanos que se impone en los discursos hegemónicos del derecho internacional. Los académicos, los juristas, los trabajadores humanitarios y todos aquellos que trabajan por la aplicación efectiva de la Declaración en el mundo entero, deben asumir conscientemente el desafío de “desterritorializar” sus propias interpretaciones, a fin de dar paso a nuevas y más incluyentes formas de entender y aplicar la Declaración Universal de los Derechos Humanos en las geografías históricamente marginadas de los ámbitos formales e institucionales de cooperación y solidaridad internacional.

Solamente a partir de la inclusión de los puntos de vista epistémicos y ontológicos históricamente marginalizados, la Declaración podrá materializar su universalidad en un Universal semejante al que define Aimé Césaire a partir de la idea de una totalidad “rica en todo lo particular, rica en todos los particulares, es decir, profundización y coexistencia de todos los particulares ».[2]


[1] Frantz Fanon. Los condenados de la tierra. Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1983

[2] Aimé Césaire. Lettre à Maurice Thorez (1956). https://www.humanite.fr/node/488777

Sobre el autor: Phd de la Universidad de París 8. Magíster en Filosofía Social del Center for Research in Modern European Philosophy de la Universidad de Kingston (Londres). Investigador de los Grupos de Investigación en Estudios Críticos (Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia) y Mondes Caraïbes et transatlantiques en mouvement (FMSH/CNRS Francia).

Foto: AP Photo/Peter Dejong